martes, 1 de marzo de 2011

No name

Era una casa grande, como esas típicas que salen en las películas americanas. Con su chimenea, su porche y su jardín. No es que fueran gente adinerada, pero al morir la abuela, les dejó en herencia ese terreno, y él, al ser arquitecto, fue el que diseñó la casa. Era muy acogedora ¿sabe?
Cuando entrabas, un ventanal enorme alumbraba todo el hall, el pasillo y la escalera. Les encantaba aquella casa, eran felices en ella. A la derecha había una especie de saloncito, donde estaban los sofás y la chimenea. En invierno nos reuníamos allí y los niños se divertían quemando mazorcas o castañas en las brasas, mientras los adultos charlábamos animadamente en el sofá. ¡Cuántas tardes habré pasado yo en aquella casa! Si continuabas recto por el pasillo llegabas a la cocina. Estaba decorada con colores cálidos, amarillos, marrones y ocres. Ella misma había confeccionado las cortinas que decoraban la ventana, a juego con el tallado de los muebles. 
La habitación de la pequeña era sin duda alguna la mejor. Ninguna niña pequeña se habría sentido más querida que aquella. Sus padres diseñaron los muebles y pidieron que fueran hechos a mano. Habían convertido su habitación en el castillo de una princesa. A la pequeña se le iluminaban los ojos cuando entraba en aquel cuarto, ¿sabe?
El único lugar que no parecía tan acogedor era la buhardilla. En ella no había muebles, ni estaba decorada con nada. Sólo había un piano justo en medio, debajo de la ventana que estaba en aquel techo inclinado. La poca luz que entraba por ella daba directamente sobre el piano, de forma que en aquel lugar sombrío, era lo único que parecía cálido. Algunas tardes, cuando paseabas cerca de la casa, se oía el sonido suave del piano saliendo de aquella buhardilla. Ella era espléndida con el piano, o al menos cuando la escuchabas desde la calle era capaz de transportarte a otro lugar. Siempre tocaba piezas tiernas, nada estridente. Ni siquiera tocaba piezas clásicas, o al menos yo nunca reconocí ninguna. Y cuando trabajas en un conservatorio tantos años como yo, créame que se aprende a reconocer  muchas. Pero si que aprendes a reconocer a las personas que aman el instrumento que tocan, y Dios mío, ella lo amaba.
En el jardín, el viento hacía sonar el viejo columpio que tiempo atrás tan feliz hacía a la pequeña. Cada tarde se la veía en su columpio, sonriendo, feliz. Su padre la empujaba con fuerza prudencial, y ella siempre quería más, quería tocar las nubes decía. 
Pero, un día, el viento dejó de soplar, ¿sabe?

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