En el momento en que acabé el capítulo V cerré el libro, dispuesto a dejarme contagiar por aquel momento de paz y tranquilidad y así dar rienda suelta a mis pensamientos; pero algo me hizo mirar hacia otro lado. A orillas del lago estaba ella. Jamás en mi vida vi ser humano más hermoso.
Tenía una larga melena castaña, recogida por una pequeña flor blanca en uno de los lados que dejaba entrever parte de su rostro incluso en la lejanía. Era una chica de rasgos finos, piel morena sin llegar a ser oscura y los ojos almendrados. Estuve un buen rato observándola, inmóvil ante tanta belleza, me tenía totalmente fascinado. Llevaba un vestido amarillo y ceñido que dejaba ver sus firmes y estilizadas piernas y su terso y, seguro suave, pecho. Me encantaban sus manos, sus brazos, su espalda descubierta, sus piernas, sus ojos, su cuello, su boca... Me entraron unas ganas locas de ir hacia ella, besarla, recorrer todo su cuerpo con mi lengua. Quería arrancarle con suavidad el vestido, quería tumbarla debajo de mi y no perder ni un sólo detalle de su cuerpo, quería hacerle amor ahí mismo, a orillas del lago. Me imaginaba besando todas y cada una de las partes delicadas de su cuerpo, impregnarme de su olor, penetrarla con fuerza y pasión pero sin romper con la suavidad del momento, me la imaginaba cabalgando desnuda sobre mi pelvis como si de una amazona se tratara, cogerla de su suave y larga melena y acercarla más y más hacia mi miembro erecto, correrme dentro de ella sintiendo como nos fundimos en uno solo al llegar al éxtasis...
Para cuando quise salir de mis oscuros y perversos pensamientos ella ya no estaba allí. Agotado por el encuentro sexual que había tenido lugar en mi imaginación me tumbé dispuesto a rememorar todas y cada una de las imágenes que habían pasado por mi mente segundos antes. Me despertaron con un suave, cálido y familiar beso. Era mi novia.